Antonio Serrano Santos (La segunda parte de este artículo fue escrita hace sesenta y siete años. En pleno inicio de la juventud, recién salido de la adolescencia; y conserva toda su frescura literaria, casi romántica, de un novel, y su espíritu casi infantil, que viene a cuento, y mucho, para este encerramiento por la pandemia. Esto traerá a muchos los mismos o parecidos recuerdos.)

Decir ¡gracias, coronavirus!, es una provocación, una locura, un insulto a los enfermos y víctimas inocentes del coronavirus. Un desprecio a la inmensa labor humanitaria y profesional de los sanitarios, víctimas, también, muchos de ellos, del virus.

Pero, con perdón y sin perdón, este forzoso confinamiento, me ha hecho revivir, como, ciertamente,, a otros muchísimos, algo que estaba adormecido o muerto,  en lo más recóndito del corazón y de la memoria. La vida, la muerte, la naturaleza, el cielo, el mar, el campo, los pájaros, las flores, la vejez, la infancia, el llanto, la risa, la familia…

Todo eso, hasta ahora, lo hemos minusvalorado y visto, y vivido ,desde el  prisma de una forma de vivir y  pensar superficial, con la prisa con que se ve un espectáculo en la televisión, sabiendo que es algo pasajero, sin llegar a profundizar en su valor y sentido. Precisamente, el coronavirus nos  ha hecho valorar  la labor de los sanitarios, la vida de los enfermos y muertos, que antes lo hacíamos insuficientemente. No les dábamos toda la importancia que se merecían. Una especie de egoísmo del que muchos, ahora, tardíamente, se arrepienten. En este sentido, y no en otro, hay que valorar y dar gracias al coronavirus.

El coronavirus, que no sabemos si viene de paso, ojalá sea así, o a quedarse, nos ha parado los pies; nos ha metido no solo en casa, sino dentro de lo más profundo de nosotros mismos. Nos ha hecho reflexionar. Recordar y valorar. Por la fuerza, ya que no hacíamos caso.  ¿Es un aviso de la naturaleza y de su Creador? Que cada uno piense lo que quiera. Pero es un aviso. Estamos advertidos. La naturaleza no es vengativa. Se limita a responder según como se la trate. Y no es un castigo de su Creador. El hombre se castiga a sí mismo por su maltrato a su madre naturaleza. Como el padre que permite cosa que no gusta a su hijo, para que aprenda.

A mi, como a muchos, me ha vuelto a mi infancia y a verlo todo con esos ojos inocentes que valoraba las cosas no como ahora.  Y, sobre todo, el mar, como el ejemplo más  paradigmático de toda la naturaleza. El mar, donde ella muestra sus grandes tesoros en lo profundo y en la superficie. Donde se aglomeran los bañistas, más para broncearse, que para admirar su belleza y encanto. Sin  miedo al contagio. Donde se acumulan las basuras y envenenan a los peces. Hoy, revivo, con amor, nostalgia y agradecimiento mis primeras experiencias:

El mar. Espejo de recuerdos; de cosas ya viejas de mis años de niño. El mar, azul como los sueños infantiles; verde, como la esperanza de ese tiempo pasado y loca fantasía; locura que todos quisiéramos volver a vivir si no fuéramos ya demasiado “grandes”. Muchas tardes, desde mi ventana, he visto ruborizarse el beso celeste del mar con el cielo y esconderse en la leve bruma del atardecer, sin dejar de levantarse siempre en la orilla  una queja celosa contra la noche. Entonces, un sentimiento inexplicable, algo como una tristeza disfrazada de consoladora nostalgia, de agridulce añoranza, hace de mi alma un lenguaje de recuerdos, y de mi corazón, un mundo de sentimientos. Entonces, me parece haber vivido , cuando niño, en un palacio de cristal rodeado de irisados espejismos que hacían de mi pequeño ser el dios de todo un  mundo de realidades pueriles, fantaseadas y agigantadas en mi caótica imaginación con los colores más vivos de mi sangre de niño; de niño que vive y sueña y cree nada más que en lo alegre y bonito, sin pensar que esto pueda cambiarse alguna vez, sin fijarse ni saber qué es la tristeza y qué la fealdad.

Siempre me gustó el mar. Pero este gusto dejaba siempre en el fondo un poco de acíbar. Era un no sé qué nunca explicado para mi, ni aún ahora, que me hacía ver en el mar algo serio de lo poco serio que entonces sentía de la vida.; algo así como el respeto y el cariño que se tiene con un padre, con el que no se permite uno las mismas bromas y juegos que con la madre. Sabía la canción popular: “ Vine mojadito de las olas que van y vienen. Ese mar que ves es un traidor. Las primeras te acarician y las últimas te ahogan”. Ya lo creo, cuando me sacaron a punto de ahogarme, en una ocasión.

¡Cuántas veces se ha ocultado el sol, cansado de esperar que yo me fuera de la playa! ¡Cuantas veces me han sorprendido los primeros luceros espías de la tarde, sentado sobre las rocas, intentando traducir el sueño de las olas que roncaban en las concavidades socavadas por ellas mismas entre los peñascos abruptos  de la costa! Cómo me gustaba acechar la entrada y salida del agua, para ver una catarata de juguete que me salpicaba graciosamente con estallidos, en miniatura, de fuegos artificiales de espuma.

Entonces, el pez que yo veía resbalar dentro del agua buscando los contraluces  que me hacían admirar los matices de su dorso escurridizo, y el erizo, punzante a la misma vista, que parecía pinchar la ola que se echaba sobre su roca; y las conchas y almejas, y los cristalillos de colores lamidos como caramelos, y las chinas blancas de la playa… Todos eran para mi seres que entendían y se comunicaban, como un mundo de maravilla en el que siempre deseér penetrar.

¿Y las tardes de baño? ¡ Pobre madre mía! ¡ Cómo sufría viéndome tanto tiempo en el agua! -¡ Sal del agua!- Me decía angustiosamente.- ¡ No te alejes tanto!-  ¡Sécate, que vas a coger una pulmonía!. Y mi hermana, a quien le gustaba el agua más que a mi, me cogía de la mano y avanzaba más valiente que yo , que terminaba por soltarme y desertar como si las olas me persiguieran a bayoneta calada. Nunca aprendí  a nadar bien, de puro miedo. A veces, recalaba, cerca de la orilla, por debajo de las maromas, a flor de agua, de las barcas amarradas a la playa. Tendido, cara al cielo, y enterrado tantas veces en arena hasta el cuello, nunca se me ocurrió pensar en serio en mi sepultura, en mi vida. Reía, jugaba, soñaba…Era niño y cumplía mi papel en esta vida. La alegría, aunque uno sea viejo, le hace reír, jugar, soñar…, le hace ser niño. Pero la verdadera alegría no se tiene más que cuando se es niño. Después, todas son artificiales, trabajadas, refundidas; aquella es espontánea, natural. Pero  todo este pasado se esconde como el horizonte del mar en el atardecer; se esfuma, se va, se rompe en un fracaso de cristales, como es el palacio que lo contiene. La dura realidad consciente del joven, del ya hombre adulto, raya, imponiéndose, con la dureza del diamante sobre el frágil vidrio de la ilusión inconsciente del niño, del pequeño dios de su mundo de realidades pueriles fantaseadas, sin horizontes tristes ni feos. La admiración más grande que siente un niño, la expresa así: ¡ Qué bonito! Para él un hecho, una cosa, unas palabras agradables, es la misma percepción:” ¡Qué bonito”! Cuando yo vi el mar, por primera vez, seguro que diría: ¡Qué bonito es el mar!

Hoy, quiero sentirme en mi segunda infancia. Como muchos encerrados y enfrentados a su pasado y su presente. El coronavirus me la ha devuelto con todos sus valores, alegrías y recuerdos entrañables. No te queremos, pero, ¡gracias, coronavirus!

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