Se inaugura el jueves 17 de junio a las 19.30h en la Sala Manuel Barbadillo de Málaga.

Javier Peinado. IMPRESIONES-HUELLAS-REFLEJOS.

“Mientras dibujas la rama de un árbol debes oír el aire”. (Proverbio japonés).

Hacer de lo cotidiano algo extraordinario es el magma que subyace bajo la obra de F. J. Peinado. Autor de exquisita sensibilidad y dueño de un espacio creativo excepcional, donde lo áureo y la hermenéutica se inmolan a lo insospechado. Revelación y misticismo bajo el trémulo gozo de historias que cuando se miran nos hacen sentirnos adivinados.

Dar color, expresión y voz a lo invisible, conforma la máxima expresión de libertad que pueda proyectarse dentro de cualquier disciplina.

Capturar la percepción, diseñar un lugar para el que admira, introducirnos en el lienzo y hacernos existir en él, es el destello que desprenden los “cuadros de esta exposición”. Experiencia que nos va atrapando, amablemente, hasta inducirnos a la más feroz profundidad de la pregunta que, sin la más mínima provocación, tan de moda en la actualidad, como si lo ser conocido en el acto fuese la prioridad, aún subordinando “arte” a identidad, F.J. Peinado se atreve, lejos de ninguna estridencia, con la más hermosa de las alternativas, la de la contemplación.

Desde las suntuosas luces que bañan los jardines de Málaga, bajo cielos en flor y azucarados aromas, hasta los osados graffitis del glamoroso “underground” que en la actualidad se deconstruyen en la biodiversidad urbana.

Los gélidos paisajes de “Trilogía del Silencio”, donde no sólo son los Cárpatos, sino los del gélido vacio que, extendido por el interior humano, conforma el tejido de toda incertidumbre y quimérica espera. Sin embargo, incólume y serena, igual que la nieve, donde en los lienzos jamás se derrite.

A veces, miramos, y… nunca sabremos si amanece o nos encontramos buceando en la hora azul de la tarde, fundidos en esa encrucijada de caminos en busca de definición que nos asalta como la más reveladora de las analogías. Los laberintos del sueño, inacabados puentes trazados de tinta china por los que caminar en equilibrio pero con decisión hacia el hechizo. Onírica quietud. El generoso destino hacia la plenitud. Apasionada tensión que nos empuja a introducirnos en el jardín de un palacio. El fulgor que desde una esquina de la calle nos desliza hacia noches de jazz donde poder escuchar, a lo lejos, el “bajo continuo” de un saxo con sonido a lentejuelas.

El trapecio de los malvas, los cobaltos, los añiles del romanticismo, los inquietantes abismos del alma, los aceros colgados del cielo. Un único transeúnte por las cercanías del puerto y cuya soledad no es más que la obstinada soledad de todas las ciudades. La geometría del agua, su infalible aritmética, sus curvaturas sin asfalto. La solución. Venecia. Hundida en el blanco y negro de sus sortilegios. Inexorable a un tiempo cuya unidad de medida es líquida y se nos escapa entre los dedos. Fantasmagórica atmósfera de símbolos decimonónicos y lacónicos

estiajes. Mientras, al otro lado, se abre paso el caos entre feroces detonaciones y una letanía de signos que recuerdan el paso de un huracán. La gama de verdes y azules “Prusia”, insinuando la estela del ángel que dirige las corrientes hacia el embarcadero. Al fondo, un incendio prodigioso arde en llamas bajo el ultramar de un cielo adolescente y vigoroso. Los jinetes han desenvainado las frenéticas velas en primer plano. Seguidamente comienza la batalla, sin embargo, es sólo una marina presa del estruendo de su coreografía. Dotada e invencible.

La ecléctica temática de esta exposición, cuyo eje es el don del agua, nos convierte en sujetos activos, desde la insinuación, con esa otra modernidad que nos aísla en ilegibles ciudades, cada vez más parecidas en sus telúricas metamorfosis. En los edificios de cristal que aparecen como una suerte de fotogramas de cine y nos trasladan a un pasado de cielos desconchados y futuros en plural, soñados e incisivos, a los que ya sólo será posible recordar como la más premonitoria de las distopías.

Transparentes acrobacias, la nitidez que se abre paso bajo la profundidad cromática. La claridad por la intensidad, la levedad por lo compacto. Innovación y sencillez. Conocimiento y frescura. Intuición y magia. Autorretrato lírico de sobria narrativa plástica donde se hace inevitable escuchar el sutil contrapunto del origen y evolución de su autor. En definitiva, el gozo de la belleza, incuestionable, en cualquier conjugación o emoción que nos incite a reconocernos, evocar e ilusionarnos con lo más dulce y electrizante de nuestro presente. Sin lugar a dudas, el único lugar posible donde habitar y fascinarnos.
(Mar Morales)

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