(Moisés S. Palmero Aranda, Educador ambiental y escritor) Las lluvias llegaron para levantarnos el ánimo, que con la guerra, la inflación y la sequía, lo teníamos por los suelos. El agua nos hizo sonreír porque nos ayudó a limpiar la arena de la calima, nos ofreció el espectáculo de ver nuestros cauces llevar agua al mar, llenó los pantanos, coloreó nuestras sierras y campos de un blanco y verde efímeros, pero luminosos, y nos regaló un inicio de la primavera espectacular. Esta vez sí podemos decir, quizás por la influencia de la santa semana que hemos pasado, que el agua ha sido providencial, purificadora y divina, porque nos ha ayudado a limpiar el pasado, a hacer florecer el presente e ilusionarnos por el futuro.

Sin embargo, como el orden de los factores no altera el producto, no hay bien que por mal no venga, y muchos se lamentan por los daños provocados en nuestras maltrechas costas, que han venido con el anuncio de inversión por parte del Gobierno de unos ridículos 1.6 millones de euros para solucionar la erosión y la perdida de arena en nuestras playas. Más parches para un problema que se sigue agravando y para el que no encontramos una solución.

También estas aguas han dejado en evidencia la mala de gestión de nuestros residuos al verlos navegar por las ramblas y convirtiendo nuestras playas en auténticos vertederos, y tampoco podemos olvidar que han provocado algunos incidentes en carreteras, que nos han obligado a cerrar por enésima vez el Cañarete, y que se han perdido muchos jornales y horas de trabajo en la agricultura.

En fin, que no llueve a gusto de todos, y que una cosa es la naturaleza que sigue su ritmo y otra la economía y el ser humano que se resisten a reconocer que dependen de ella para su subsistencia y a la que se enfrentan enfadados por lo que llaman sus caprichos, cuando se comportan como niños llorones, exigentes e irracionales.

A mí estas lluvias, y todas las noticias generadas a su alrededor, me trajeron el recuerdo de un libro, que ha sido mi entrenamiento esta Semana Santa, y que me sirve como ejemplo para celebrar el Día de la Tierra y el Día del Libro, que se celebran el 22 y 23 de abril.

Una de las consecuencias de las lluvias es la aparición de los mosquitos, para los que los ayuntamientos ya han anunciado que empezarán a fumigar para que nadie se les queje. La aparición de estos molestos insectos viene acompañada con la llegada de las ensalzadas y bíblicas golondrinas, que arrancaron una de las espinas de la corona de Cristo y le dieron de beber cuando estaba en la cruz. Con ellas, y a falta de un D´Artagnan que grite “todos para uno y uno para todos”, llegan los otros dos reconocidos mosquiteros, los aviones y los vencejos, a los que llaman los “sin pies” y que comen, duermen y se reproducen volando, y que los poetas han celebrado tanto a lo largo de la historia.

Fumigar a diestro y siniestro, no solo acaba con los mosquitos, sino también con toda esta fauna que se alimenta de ellos. Si los mosquitos desapareciesen por completo, quizás nos ahorraríamos algunos euros en la farmacia, pero no podríamos vivir, porque son parte fundamental, como la mayoría de los insectos, de cada uno de los ecosistemas que conforman la vida en la Tierra. Cada vez que destrozamos un nido de estas aves, que están protegidos y castigado su deterioro, o matamos una araña, una libélula, un camaleón o un murciélago, por citar algunos de estos animales de los que no recordamos grandes poemas, salvo los de Gloria Fuertes, estamos favoreciendo la proliferación de mosquitos a nuestro alrededor y el declive de nuestra civilización. Puede parecer exagerado, pero como cantaba Amaral, sin ellos no somos nada.

Fíjense como es la mente que cuando los concejales volvían a presumir de lo que van a hacer, no de lo que han hecho, yo me acordaba de Aramburu y de su última, esperada y muy criticada, novela “Los vencejos”. Supongo que porque estas aves, que pueden pesar unos 38 gramos, comen unos 25 gramos al día, unos 10.000 mosquitos y arañas, pero, sobre todo, porque como en la novela, todos estamos relacionados, unidos, como cuenta la leyenda china, por un invisible hilo rojo, que une a las personas que están destinadas a encontrarse. Yo añadiría que cada uno de nosotros también estamos unidos a la naturaleza por muchos hilos invisibles que mantienen nuestros sentidos alerta y que cada vez que cortamos uno, nos vamos separando de ella porque dejamos de mirar, de oler, de tocar, de sentir.

Al final, Toni, el protagonista, mientras espera la llegada de los vencejos, se da una última oportunidad, desiste de su propósito, y termina comprando un libro. Un nuevo comienzo, una nueva aventura, una nueva reflexión para aprender a mirar la lluvia, los vencejos y al ser humano.

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