(Antonio Serrano Santos) Es sorprendente la primera imagen que tengo de mi infancia. Estaba sentado en un silloncito alto o, trona, atado por la cintura porque aún, por lo visto, todavía no acababa de aprender a andar. Un perrito, de la portera, lo supe con el tiempo, blanco, juguetón y muy ladrador, no paraba de mordisquear y tirar del faldón que colgaba de la sillita. Yo no sentía miedo, solo lo miraba curioso y expectante, como todos los niños con los perritos.

Años después, ya crecido, niño aún, tuvimos un perrito, Bobi, blanco, de pelo rizado como copos de algodón. Lo atropelló un coche. Mala suerte en un tiempo en que no había el tráfico de hoy. O “ perricidio” imprudente de un acelerado conductor. Estuve a su lado, en la misma puerta de la casa, durante su dolorosa agonía, sin poder hacer nada. Desde entonces, un trauma me acompañaba y surgía de mi subconsciencia cuando me encontraba con perros. Los acariciaba, porque me gusta acariciarlos mucho; los quiero, pero no podía demostrarles un cariño completo. Algo había en mi recuerdo que bloqueaba mi corazón, que no quería nuevos  sufrimientos. Ni perrunos ni humanos.

Cosa imposible. El dolor va y viene. Nada ni nadie puede impedirlo. Al final, tuve que aceptar lo inevitable y la dura y sabia lección de la vida: sufrir es necesario para valorar lo que se quiere. Sobre todo, en lo humano. “ No hay amor sin cruz”. Aceptado esto, es nuestra sonrisa como la del payaso de circo. Sonríe, ríe y hace reír, mientras, acaso, su corazón sangra y llora por un dolor oculto. Y, sin embargo, su sonrisa es sincera porque quiere compatirla, mirando al público. Es su vocación y su profesión.

Nos dan el pésame por alguien que queríamos y les sonreímos, agradecidos. Nuestro pequeño llora, enfermito, y le sonreímos, consolándolo. Y hay quien, después de ser insultado, sonríe, con conmiseración. El padre o madre, ancianos, lloran en sus achaques y recuerdos, y les sonreímos escuchándolos y compartiendo su dolor.No hay sonrisa más bienhechora, amable y contagiosa que la que sale de un corazón que guarda para sí su dolor. Y, cuando no puede guardarlo físicamente, como en la vejez, hace parecer la vejez horrorosa y solo es atractiva cuando su rostro refleja sufrimiento y bondad.

No la sonrisa irónica, despiadada, de hiena. No la carcajada y la risa, no siempre sana, ni por motivos cómicos , aún sanos, que alegran y son una explosión, más del cuerpo que hasta hacen por eso, a veces, llorar. Sino la sonrisa que sale del alma, como un leve suspiro, suave, tierna y que, a veces, también hace llorar.

Hay que sembrar el mundo y todo lo que nos rodea, de sonrisas, que de risas ya tenemos suficientes. Por eso, sonreír a quien sea, amigo o enemigo, niño o viejo, pobre o enfermo.

“ Sin saber quién recoge, sembrad/ serenos, sin prisas/ las buenas palabras, acciones, sonrisas;/ sin saber quién recoge, dejad/ que se lleven la siembra las brisas/. Con un gesto que ahuyenta el temor/ abarcad la tierra/. En ella se encierra/ la gran esperanza para el sembrador. / Abarcad la tierra/. No os importe no ver germinar/ el don de alegría/. Sin melancolía/ dejad al capricho del viento volar/ la siembra de un día./ Las espigas dobles romperán después;/ yo abriré la mano/ para echar mi grano/ como una armoniosa promesa de mies/ en el surco humano/. Brindará la tierra su fruto en agraz, / otros segadores/ cortarán las flores,/ pero yo habré cumplido mi deber de paz,/ mi misión de amores/.”

Yo quiero imaginar la sonrisa de aquel Niño que en Belén atrajo a pastores y reyes y alegró y alegra al mundo. No hay fiesta más alegre ni más universal que la Navidad.  Y cada vez que nace un niño, Dios sonríe a la tierra. La sonrisa de Dios. De Jesús. La más divina y humana.

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