(Antonio Serrano Santos) Este artículo, y en estas fechas, pretende ser un análisis de uno de los misterios más profundos del cristianismo, quizás el más profundo, teológicamente y humanamente hablando; y una prueba de la fe y del amor del cristiano. Y  para los no creyentes, un desafío a la inteligencia, una locura; pero que aun así, tiene el atractivo de las locuras de amor, que no pueden negar a nivel humano e histórico. Porque aún, en nuestros días, y en  Semana Santa, principalmente, nos lo está confirmando.

Perdón por lo extensísimo de este texto que sobrepasa lo que corresponde, creo yo, al de un artículo y en contraste con la relativa cortedad de mis artículos anteriores. Soy consciente de que algunos no querrán leerlo e, incluso, lo juzgarán pretencioso y exagerado; y los excuso y comprendo, y tal vez lleven razón. Pero otros comprenderán que parecía necesario, pues esta escena de Getsemaní no hay extensión suficiente que pueda  abarcarlo. Queda, no obstante, la autorizada decisión del director de este periódico y la libertad de leerlo o no de los lectores. Y en esta precisa noche en que ocurrió esta misteriosa escena, he querido ofrecerla, por si quieren, sobre todo a los que sé que pasarán esta noche del Jueves Santo en la acostumbrada Hora Santa junto al Sagrario, para imaginar esa escena, meditarla y acompañar, a través del tiempo y del espacio,  a Jesús en la oración y agonía del Huerto de los Olivos, cosa posible, realmente, para Dios y nosotros, ya que El nos tenía presentes en ese momento.

“En algunos códices antiguos llegaron a suprimir  este pasaje del Evangelio porque, tanto las palabras de Jesús como su comportamiento, parecían evidenciar una naturaleza y una personalidad puramente humanas. En la lógica humana no cabe presentar a un hombre-dios con estas debilidades y miserias, si se quiere que creamos en él. Pero la lógica divina sigue distintos y contrarios caminos. Se siguió narrando esta escena por lo que no hay intención de engaño. Así, realmente Dios se identificó con el dolor humano. Con el amor humano que no puede ir separado del dolor. ”Misterio de dolor, misterio de amor” se llama a la cruz y Pasión del Señor. Tan desconcertante era y tan abismal el contraste entre las palabras y actitud de Jesús en esta escena del huerto y las  palabras y conducta habituales del Mesías, plenas de seguridad y alegre confianza en sí mismo y de firme decisión  en la aceptación de su destino; duro e implacable en sus enfrentamientos con la hipocresía farisaica, exigente en su seguimiento hasta pedir negarse a sí mismo y tomar cada uno su cruz.

El contraste era tan grande con la escena del huerto, en la que se muestra débil, indeciso, hasta parece ignorar si es posible  que pueda pasar su cáliz sin beberlo, él, que conoce su destino, que “está triste hasta la muerte”, suda sangre en su lucha  interior por aceptar ya, de inmediato,  la voluntad del Padre, a la que parece oponerse su voluntad humana, busca la compañía y el calor de los amigos, él, que tantas noches se pasó solo orando…; y con dulce y triste ironía, reclama: “Simón ¿duermes?¿No has podido velar ni siquiera una hora conmigo? Y en esta Hora Santa sí podemos nosotros corresponder, de verdad, a su necesidad de amor y compañía humana, por ser hombre también, como dije, a través del tiempo y del espacio, aquí, junto al Sagrario. Sabemos que las palabras: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” es el comienzo del salmo 22, en el que continúa el salmista reflejando, con todo detalle, siglos antes,  asombrosamente, todo lo que le ocurre en la Pasión. Estas, y otras palabras, las dijo Jesús “para que se cumplieran las Escrituras”, y porque se estaban cumpliendo. Es decir, fueron dichas para nosotros. Pero las palabras y escena del huerto  son tan distintas y tan personales e íntimas, están llenas de tanta soledad, ocurren las cosas tan para él solo, y se ve tan solo y, al parecer, abandonado del Padre y, realmente, de los que decían que darían su vida por él, que no parecen reflejar ningún salmo, ni vaya dirigido a nosotros.

Santa Teresa de Jesús, dice, en cambio, que fue por nosotros, porque él era la misma fortaleza, para ejemplo nuestro. De su intensa oración y de su amor y libertad, porque era libre y podía rechazar el cáliz y no quiso, sacó fuerzas para aceptar la voluntad del Padre y enfrentarse a la turba, con tal decisión, que retrocedieron, atropellándose y cayendo en tierra, impresionados por la firmeza de su gesto y palabras, al decirles: “¿A quién buscáis?…¡Yo soy!” Tan importante era su libre decisión, que la misma Redención por la cruz dependía de ella. De ahí que, esta escena de Getsemaní, es, de hecho, la más esencial y decisiva de la vida de Cristo.

Toda esta escena del Huerto creo que no tiene como fin primordial y esencial nuestro ejemplo, sino la actitud y relación directa con el Padre, como en el seno de la Trinidad, en sus planes de manifestación y comunicación de su bondad y de redención humana y, consiguientemente, nuestro ejemplo de cómo orar y aceptar la voluntad  de Dios en todo momento, pero, especialmente, en los que se decide nuestro destino, decisión que, normalmente, se va fraguando en los pequeños actos de aceptación diaria.

Jesús, sensible como nadie al dolor humano (lloró por Lázaro y por su patria; a la viuda de Naim le dijo: “No llores”, tierno con los niños), vería en su mente divina y en su imaginación humana todo el dolor, toda la maldad y toda la barbarie y crueldad a través de toda la historia de la Humanidad, exacerbada diabólicamente hasta límites increíbles. Vería el amor de Dios, su misma Persona, despreciada y ofendida al máximo, sobre todo, por muchos de sus seguidores.

Si pudiéramos penetrar en el corazón de Jesús en esos momentos de su agonía en el Huerto, comprenderíamos el misterio de su aparente indecisión, su terrible angustia y nos quedaríamos sobrecogidos de espanto ante ese otro misterio insondable del pecado, de nuestro pecado, de la maldad humana, que tanto hace sufrir hasta sudar sangre a todo un Dios humanado.

Y una infinita ternura hacía ese Jesús inundaría nuestro corazón al comprobar que sólo un amor como el suyo era capaz de echar sobre sí toda esa carga de maldad humana, como si Dios mismo se castigara y se hiciera responsable de ella, por haber creado al hombre, sabiendo las consecuencias de haberle dado libertad.

La fe, aquí, sufre una tremenda prueba. Siendo Jesús Hijo de Dios, Dios como el Padre, teniendo voluntad humana, por ser hombre y voluntad divina por ser Dios ¿cómo pueden enfrentarse, oponerse, ambas, en sí mismo; y su entendimiento divino y humano, a la vez, no saber si es posible, o no, beber el cáliz de su pasión? El sudor de sangre da a entender la tremenda crisis y angustia, que por amor a la voluntad del Padre y a nosotros, estaba pasando. Sobrecoge, aquí, y nos llena de estupor, impotentes para comprender, asimilar y agradecer, el solo pensar hasta qué punto Dios, en Jesús, se identifica con el hombre, con nosotros. Que su pasión y muerte son tan reales como nuestro dolor y nuestra muerte ,es una prueba que escapa a nuestra capacidad  y  de la que sólo se podrá salir con la oración, como el mismo Jesús, y, con la fuerza de la voluntad libre, unidas a un sano razonar y recta intención, o buena voluntad. Dios se hace débil, implora compañía y compasión a sus amigos, pretende “atraer a todos hacia él, cuando sea levantado en alto”, para que, como dice Santa Teresa, “no nos quede ninguna duda de su amor”; dispuesto a perdonar toda maldad humana, “porque no saben lo que hacen”.

Tan misterioso es el pecado como la misericordia y amor de Dios, que permite algunas cosas que llamamos males y quiere otras que no comprendemos tampoco, y todo lo pasa, misteriosamente, por el crisol de su bondad. Dios no sería Dios, si la causa y culpa de esa maldad fuera él. “Donde abundó el delito, la maldad, el pecado, sobreabundó la gracia, el perdón y la misericordia de Dios”. Porque Dios es amor.

De todos modos, no podemos demostrar que él sea la causa, pero sí  podemos demostrar y lo comprobamos constantemente, y en nosotros mismos, que nosotros sí somos causa de maldades e injusticias.

Para acercarse a Jesús, en Getsemaní, e intuir algo, nunca comprender, ese gran misterio de su agonía y de su amor, tendríamos los cristianos que arrodillarnos junto a él, orar y vigilar con él, como pidió a sus discípulos y amigos, en vez de dormirnos en nuestra apatía, pereza y cobardía, dándole compañía, y amor, aceptando los designios del Padre sobre nosotros y…hacer lo mismo con todos nuestros hermanos, los hombres, porque todos, todos, tenemos nuestro Getsemaní.”

A pesar de la tormenta que se desata en la superficie, en lo más profundo de su alma humana, Jesús conserva la paz y la fortaleza que siempre le ha asistido y el gozo santo de su entera conformidad con la voluntad del Padre sabiendo que de esa conformidad, de ese aceptar el cáliz depende la salvación de los hombres, la resurrección y la vida eterna, la realización de los planes de Dios. El bien definitivo de la Humanidad. Actitud que han heredado todos sus imitadores y que han sido los hombres más felices y más sufridos que han pasado por la tierra: los santos.

La voluntad es una potencia ciega del alma que se opone, muchas veces, al entendimiento y a la libertad. La voluntad de Jesús rechaza algo que desagrada a su naturaleza humana: el dolor, la humillación, el desamor, la muerte…El amor de Dios Padre irrumpe en su voluntad humana, ilumina su entendimiento, también humano, y, por primera vez en la Historia, abre el camino a la libertad del hombre para elegir, libremente, misteriosamente, amar por encima de sentimientos contrarios a la naturaleza humana, con un amor que no es de este mundo, imposible para el hombre solo. El amor de Dios, actuando, ilumina, inexplicablemente, el alma humana y le hace vivir las experiencias de Jesús, en sus relaciones con Dios y con los hombres. La vida de los místicos es prueba de ello.

Todos los santos que han sido pecadores, y todos los pecadores convertidos, antes de su conversión, han pasado por su Getsemaní. Todos. Y los no pecadores, si los puede haber, pasan un Getsemaní de contrariar su voluntad para identificarla con la de Dios, como la “noche oscura del alma”. Todo eso supone un sufrimiento y un gozo inexplicable que los asemeja a Jesús, cada vez más.

Y ése es el plan de Dios: habernos creado” para ser conformes a la imagen de su Hijo, para el que fueron creadas todas las cosas”

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