(FLL) En tiempos donde se juzga con lupa cada línea de un currículum, donde los errores de titulación acaparan portadas y los títulos son cuestionados como si fueran medallas o trampas según convenga, no está de más hacer una pausa y reflexionar.
Yo, que invertí muchas horas de mi vida en formarme en un sector que apenas comenzaba a vislumbrar su revolución —el de la informática, las redes, los sistemas—, sé bien lo que pesa un papel… y lo que no. Sé lo que es ver cómo el esfuerzo de semanas, incluso meses, se evapora porque unos pocos decidieron que sus intereses valían más que nuestro tiempo.
Hubo una época en la que algunos cursos de formación técnica, gestionados por organizaciones que deberían haber velado por los trabajadores, acabaron convertidos en trampas administrativas. Gente que no asistía pero figuraba en actas. Diplomas emitidos sin clase real. Y nosotros, los que sí fuimos, con ganas y voluntad, vimos cómo todo eso quedaba en nada: papeles sin valor.
A decir verdad, los diplomas de aquellos cursos me sirvieron, literalmente, para avivar la chimenea. Pero no me quejo. Porque, como dice Manolo García, “nunca el tiempo es perdido”. Y aprendí. Aprendí más que en cualquier título oficial: porque no solo adquirí conocimientos, sino también la certeza de que lo que uno vale no lo define un certificado, sino su voluntad de aprender, su experiencia, y sobre todo, su forma de trabajar.
Hoy me miro y sé que no necesito colgar un título en la pared para demostrar lo que sé ni lo que soy. Y si algo me dejó claro aquel episodio, es que el papel puede pesar mucho en política, pero en la vida real, vale más una actitud que mil diplomas.