(Por Chico López) Hay quienes miran al cielo esperando señales divinas, y quienes solo esperamos que despeje un poco para poder sacar una buena foto. En abril de 2020, mientras la Tierra —sí, esa esfera obstinada en girar— seguía su curso, un cometa llamado ATLAS (C/2019 Y4) se convirtió en trending topic entre apocalípticos, conspiranoicos y algún que otro romántico del espacio. Lo llamaron “el cometa del siglo”, “el heraldo del fin” e incluso “la prueba de que la NASA nos oculta algo”.
Nada nuevo bajo el Sol —nunca mejor dicho— porque, en cuanto se acercó demasiado, ATLAS hizo lo que cualquier cuerpo frágil haría ante semejante calor: se desintegró en mil pedazos y desapareció de escena. El cometa que iba a brillar más que Venus acabó siendo polvo cósmico. Ironías del universo.

Los terraplanistas y negacionistas aprovecharon, claro, para darle otra vuelta a su tiovivo de teorías. Si no se veía, era porque “lo habían censurado”. Si se veía demasiado, porque “lo habían inventado”. En el fondo, lo único que se rompió no fue el cometa, sino la paciencia de los astrónomos, empeñados en explicar por qué el cielo no conspira: simplemente obedece las leyes físicas.

ATLAS había sido detectado por el sistema de rastreo Asteroid Terrestrial-impact Last Alert System de Hawái, el mismo que vigila posibles asteroides cercanos a la Tierra. Su órbita recordaba a la de otro cometa famoso de 1844, y durante unas semanas se pensó que podría ofrecer un espectáculo visual sin precedentes. Pero no: la realidad, una vez más, tuvo otros planes. Hubble fotografió su fragmentación en marzo de 2020, y con ello se desvaneció otro sueño de titulares catastrofistas.

Y aquí entra el toque personal: llevo semanas intentando fotografiar el nuevo protagonista del firmamento, el cometa Lemmon, y las nubes parecen confabuladas con Murphy. Cada noche, el cielo se cierra justo cuando saco el trípode. Me recuerda a aquel lejano Halley que también me quedé sin ver: un clásico entre los aficionados, una especie de cita frustrada con el universo.
Tal vez esa sea la verdadera enseñanza de los cometas: nos recuerdan lo efímero de lo extraordinario, y lo fácil que es perderse algo por mirar demasiado tarde… o por mirar donde no toca.

Así que, mientras algunos siguen viendo conspiraciones en cada rastro luminoso del cielo, otros seguiremos mirando hacia arriba, cámara en mano, confiando en que entre nubes, polvo y ciencia, todavía quede un poco de magia.