(Antonio Serrano Santos) “ Una noche…”( Monólogo de un adorador nocturno)

Lucha silenciosa de luz y tinieblas. Como las luchas del alma.

¡ Soberano Señor sacramentado…!” Esta noche suenan más cadenciosas para el alma las oraciones del lector con que abre los turnos de adoración. Parece que el sol de la custodia luce más radiante que nunca, y más blanca y pacífica resalta la Hostia inmaculada. Bello contraste, expresión de la humildad: luna de paz, pequeñita, que se quiere esconder, más y más, en el seno transparente del sol de amor que se abre y extiende en rayos dorados, como lenguas que hablan de amor y de paz: como lenguas que hablan de la verdad de la vida: la humildad.

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Ya ha pasado la hora de mi turno. Me retiro al fondo de la capilla para estar allí un poco más; para completar la “ hora” del alma: la hora de amar siempre incompleta… Si todas las horas de la vida de los hombres pasaran así…Pero entonces, no estaríamos en la tierra. Y hace falta vivir en ella. Hace falta arrastrarse, babeando nuestra concupiscencia como un gusano repugnante hasta hacerse mariposilla de luz y subir, subir..¡subir!, en la noche de la vida, brillando cada vez más, cada vez más; lejos de la tierra,¡ muy lejos!¡ Hasta confundirse con las estrellas, hasta brillar más que todas…, hasta ser lamparilla de amor en el eterno sagrario del cielo; pero dentro!

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La capilla ha quedado en penumbra. Tengo que irme, Señor.¡ Y pensar que Tú estás ahí! Deberíamos quedarnos siempre junto a ti, como el perro a los pies de su amo. Y no pensar en nada fuera de ti, hasta morir…de rodillas, con los brazos rodeando tu cárcel…

¡ Qué no darían muchos políticos por hacer vivir esta hora de paz que yo he pasado…¡ ¡Si conocieran el don de Dios! Pero no, ellos son muy “ grandes” para ponerse de rodillas ante un Dios que se hace menos que hombre, que se hace pan. Sería ridículo ¿ Comerlo? Qué cosas tiene la religión. ¡ Si conocieran el don de Dios… Si se hicieran niños sabrían lo que no saben siendo “ grandes y sabios”. Quieren la paz y no saben hallarla.

No sé cómo despedirme del Señor. Quisiera ser algo de la capilla, del altar, para quedarme. El pequeño guardián de fuego, la tímida lamparilla que avisa su oculta presencia silenciosa, se agita continuamente como en un alarde de poder defender al que todo lo puede. No sé por qué me figuro que me está mirando, que tiene vida y quiere hablarme; pero las sombras parecen ahogar sus palabras danzando locamente, con su negra agilidad, achicándose y agigantándose, con la amenaza de abalanzarse, de un momento a otro, sobre la tímida lamparilla y ahogarla para siempre en sus entrañas diabólicas. Pero la lamparilla, nuevo quijote de luz, se siente caballero andante, protector del Dios encantado en su palacio de plata y, lanza en ristre, acomete a las sombras gigantes, que se agitan sordamente como si se atropellaran en loca huida.

Lucha silenciosa de luz y tinieblas. Como las luchas del alma. ¡ Señor, quiero ser quijote; quijote por tu ideal! Quiero vivir loco con esta ilusión, para que la lógica del mundo no me haga abandonarla. Quiero, en fin, que no se diga de mi, al morir, lo del otro quijote: que murió cuerdo y vivió loco. Sino que viví y morí loco…por tu ideal de hombre y de cristiano!

¡ Aunque me sienta tan pequeño como la lamparilla de tu sagrario…! 

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